La recogida de la castaña

 ʿDe acuerdo con el panorama habitualmente aceptado de la relación entre el hombre y la técnica, nuestra época está pasando del estado primigenio del hombre, marcado por la invención de armas y herramientas con el fin de dominar las fuerzas de la naturaleza, a una condición radicalmente diferente, en la que no solo habrá conquistado la naturaleza, sino que se habrá separado todo lo posible del hábitat orgánicoʾ.

Lewis Mumford (1967)

 

Camino hacia el fondo del valle, se dejan a uno y otro lado de la senda castañares que pronto serán protagonistas en los quehaceres del pueblo. Pero algo ocurre que inquieta al observador. Lamentablemente, ya no se recoge la castaña sin el respeto debido al árbol centenario. Los gruesos troncos, reverdecidos con el tiempo en nuevos rebrotes de cepa, temen la llegada de la máquina. Los castaños más viejos han visto mucho, y escuchado también. Y en la escucha suele estar, en ocasiones, lo revelador. Si el árbol no escucha porque se le impide hacerlo, si en el bosque, espacio para el pensar, la meditación y las revelaciones, ya no es posible el silencio, entonces dónde podemos ya ejercer el pensamiento, la tarea del pensar. Si el silencio es el aire que respiraron los castaños desde la noche de los tiempos, nunca como ahora han sido testigos de la violencia con que se les desnuda el suelo bajo sus copas. Ya no basta con desenmarañar la base del árbol para favorecer la recogida del fruto. Si antes los rastrillos, escobas y otros utensilios hacían su labor de siega cuando se acercaba la hora del vareo, ahora son la sopladora y la desbrozadora quienes resecan el terreno y escupen gasolina en el pulmón del bosque. Rastros, pinzas o ʿgabitosʾ de avellano son sustituidos por la máquina que despuebla de vida la base del árbol. Y la hojarasca, donde antes se buscaban con las tenazas los erizos caídos, ahora es desechada como un mal, todo por facilitar un trabajo que ya no es tal, sino megatécnica desprovista de cualquier seña que aún evidenciara un, por mínimo que fuera, fértil vínculo entre el ser humano y su entorno. Ya no se desvela el fruto caído entre las hojas, no se lanza uno a la busca del tesoro oculto que proporciona el castañar, sino que se aparta con violencia lo que en sí mismo pertenece a ese fruto, sus componentes, aquello a lo que va ligado inevitablemente y gracias al cual es. Se desprecia aquello que el propio árbol desprende, la hojarasca y todo lo que bajo ella vive fortaleciendo el ecosistema, como un obstáculo frente al fruto que codiciamos. ¿No saben los brutos que las hojas del castaño son extremadamente nutritivas, materia orgánica única para la imprescindible vida del subsuelo? ¿No saben que el árbol, como un todo, se retroalimenta con su propia materia, arropando el fruto, la castaña, en el acolchado que le protege y da vigor? No lo saben, y no quieren saberlo. Mientras tanto, el ruido de la máquina rompe la caída de la tarde, antes silenciosa, ahora envuelta en un pestilente olor a gasóleo. Quienes poseen esos castañares no son dignos de ellos, apenas alcanzan a vislumbrar la riqueza que emana del árbol: el ciclo por el que desde aquella semilla diminuta, se erigió un ejemplar centenario, incluso milenario, que en su andadura, lenta y sin pausa, provee de fruto a la tierra, a los animales del bosque y a nosotros mismos. Y ciegos, no alcanzamos a entender todo este prodigio en nuestro empeño por expoliar lo que debiera ser digno de veneración.

Comentarios